miércoles, 28 de abril de 2010

Globalizzazione e “morte di Dio” (Globalización y muerte de Dios), Jean-Luc Nancy


Cosa significa essere liberi nel mondo globalizzato? Come cambiano due parole antiche come libertà e comunità, di­nanzi al tramonto degli stati­nazione e dei confini che han-no segnato la storia antica e moderna? Su questi interroga­tivi getta luce l’opera di Jean-Luc Nancy, la voce forse più nuova e profonda del pensiero francese di oggi. Nelle sue opere, da La comunità inope­rosa (Napoli, 1992) sino a Es­sere singolare e plurale, testo del ’96 che Einaudi ha pubbli­cato nel 2001 introdotto da un dialogo con Roberto Esposito, l’occidente appare come un orizzonte determinato dalla ri­cerca di un fondamento dell’e­sistenza che doni senso alla vi­ta. L’esito vano di questa ricer­ca, ciò che da Nietzsche in poi si chiamò la scoperta della “morte di Dio”, è l’esperienza propria dell’occidente, che di-viene però esperienza del mondo intero. Per Jean-Luc Nancy, in questa esperienza, nella scoperta che non vi è un fondamento trascendente per questo mondo, né un fine ulti­mo che imponga un senso e una direzione alla storia, getta le sue radici l’unica autentica globalizzazione. “In questa esperienza, che vie­ne prima di ogni forma di glo­balizzazione – ci dice Nancy ­muta radicalmente il significato della relazione tra gli uomini, della comunità, e, con essa, dell’idea di libertà. Tramonta l’immagine di un uomo-sog­getto che dispone della rela­zione con gli altri uomini e che vive la libertà come una pro­prietà e come autosufficienza e indipendenza dalla comunità”.
Profesor Nancy, cómo cambia por tanto la idea de li­bertad en relación al anuncio de la muerte de Dios?

Ante todo, por muerte de Dios, expresión que a menudo suena chocante, no entiendo la muerte del dios de la fe, sino el fin de un pensamiento que establece un ser supremo como cau­sa y fin del mundo. De frente a este ser su­premo, la libertad es vista co­mo libertad de elegir el bien y el amor de dios contra el mal y el castigo de dios. Del mismo modo, en términos secularizados,  esta libertad reside en la elección del bien o del mal según un cierto fin de la historia o una cierta visión de la humanidad que se quiere llevar a cabo. Esta es la que llamo una “pequeña libertad”, para distinguirla de la “gran libertad”. Con la muerte de Dios el mundo no tiene ni principio ni fin, y la libertad emerge como el “hecho” de ser arrojado a la existencia, sin la necesidad ni de un principio ni de un fin. Podría decir que se trata de una libertad de invención y no más de una libertad de elección. La libertad de elección, el libero arbitrio de la tradición occidental, presupone un conocimiento de qué está bien y qué está mal que precede a la decisión.  Al contrario,  eso que llamo “libertad de invención” no presupone más algún conocimiento del principio o fin de la historia, sobre el que se pueda basar mi decisión.  Esta es la gran libertad, la libertad del riesgo y de la posibilidad de salir de sí hacia lo ignoto, y como tal no puede referirse a la idea de un orden preestablecido del mundo e impuesto a todos los hombres. El mundo globalizado no se rige ya por principios metafísicos, por una idea del bien que desde arriba domina las acciones de los hombres. La desaparición global de un principio metafísico conlleva el fin de la libertad como mera facultad de elegir entre el bien y el mal que están ya determinados más allá de los límites de la existencia. La verdadera contribución de la globalización es hacer emerger una libertad distinta: la de crear cada vez mi existencia, las relaciones con los hombres, la forma y la organización de la comunidad en que vivo, sin un criterio metafísico ya dado al que referirse. La libertad de “inventar” el mundo es la contribución positiva de una auténtica globalización.

Esta libertad de invención, dice por otra parte, no es más libertad “de” cualquier cosa, no es más exención de una obligación impuesta por la comunidad, aunque quizás, como tal, continúa siendo propuesta y contemplada en nuestras democracias liberales. Libertad y comunidad, según sus palabras, no son ya opuestos y parecen casi coincidir.

La libertad de invención es ante todo libertad que me pone en relación con los demás y con el resto del mundo. La libertad es la posición de una relación que no tiene finalidad, que no tiene un objetivo más allá de sí mismo. La relación con los demás surge entonces como algo que precede y hace posible la relación de cada hombre consigo mismo. La muerte de Dios es la desaparición de un ser supremo que imponga a la comunidad un principio y un fin más allá de las relaciones. A partir del momento en que la comunidad no es ya algo dado desde arriba, gobernado por un ser supremo, se debilita la idea del hombre como individuo independiente de las relaciones con los demás: la relación misma es el origen. Se disuelve así la imagen, que ha dominado la tradición occidental, del hombre como sujeto que tiende a un fin y que se da más allá de las relaciones con los demás. Cuando se agota esta tensión metafísica, la relación se manifiesta como el único e insuperable horizonte de la existencia, sin fin y siempre de nuevo inventada.
Intentamos comprender, profesor Nancy, porqué este cambio radical, este emerger de la relación entre los hombres como el origen de todo, es una experiencia global. Qué tiene que ver todo esto con la globalización de la economía, de las tecnologías y de los derechos de los que se debate desde Seattle a Puerto Alegre?

La “relación siempre de nue­vo inventada”, no más gober­nada por principios metafísicos, que acoge en su espacio toda la existencia, es una experiencia universal, ”global”. Por eso Occidente, experimentando la ausencia de un fundamento supremo, parece abrir un camino que implicará al mundo entero. La filosofía, la búsqueda de un sentido del mundo propio de Occidente, no investiga ya más allá de los límites del mundo, sino que viene a coincidir con el mundo mismo, y en esta dinámica, resultando “mundana”, de experiencia occidental se hace mundial. La mundanización de la filosofía coincide con su mundialización.

Y qué relación hay entre esta mundialización y la noción común de globalización?

La noción “común”, dice usted… es interesante notar Occidente conozca dos sentidos de la palabra común, como relación en el sentido dicho, y como banalidad, trivialidad. Vivimos que tiene de sí mismo, de la comunidad, una imagen “común”, es decir, banal, vulgar. Tal imagen de la sociedad, por ejemplo, la americana, nos es propuesta desde su cine, y lleva a condenar sin paliativos la globalización, del ca­pitalismo que domina el mun­do acrecentando la pobreza. Todo esto es verdad, así como la condena de la fe ciega en los “magníficos éxitos y progresos” de la ciencia y de la técnica. El progreso de la técnica ha puesto de hecho al hombre, por la primera vez, de frente a la posibilidad de su propio exterminio. Con la segunda guerra mundial se ha perdido la fe en la positividad de la técnica, se nos ha hecho conscientes más que de su neutralidad, de su ambivalencia, pues de la técnica puede venir lo mejor o lo peor para el hombre. Y más todavía, junto a la naturaleza ambivalente de la técnica, resulta claro otro aspecto fundamental, que la técnica no tiene fin, y tiene por eso el mérito de exponer al hombre a la ausencia de un fin. La tecni­ca es la puesta en acto de la ausencia de un fin trascendente, que desde fuera imponga un sentido y una dirección a la existencia. En esto la técnica ofrece al hombre la oportunidad extraordinaria de pensar “sin un fin”, de proyectar, de inventar un mundo, una comunidad, una existencia fundada sólo sobre la relación y no más sobre un fin.
Como la técnica, también la globalización es ambigua, oculta en sí la libertad y su contrario?

Hace falta preguntarse si la globalización significa la desaparición de la historia de todo otro agente excepto el capitalismo, con su técnica y equivalencia monetaria, o si, en cambio, un sistema de intercambio que alcance los confines del mundo, intercambio no sólo de mercancías sino de los mismos hombres y de sus creaciones, no abra para la humanidad un camino hacia la verdadera libertad, la “gran libertad”.  Análogamente Marx, aunque en otros términos, no decía sencillamente “abajo el capitalismo”, sino que sostuvo que el capitalismo tenía una misión histórica: impulsando a un estadio mundial, produciendo un mercando mundial, una dimensión mundial del intercambio, fortalecería la posibilidad objetiva de la revolución. De hecho sólo a través de esta mundialización del capitalismo, pensaba Marx, la revolución de la propiedad de los medios de producción puede ofrecer a la humanidad entera la posibilidad de gozar de la producción.

Cómo juzga entonces el definido mundo compuesto, quizás incorrectamente, no global, que hace poco se ha reunido de nuevo en Porto Alegre?
Lo juzgo positivamente, a condición sin embargo de que quede claro que no se trata de estar en contra de la globalización, sino a favor de una globalización auténtica, de la libertad y de los derechos. La extraordinaria experiencia de la ausencia de un principio que desde arriba gobierne la comunidad y las relaciones entre todos los hombres es justamente sobre lo que se asienta esta globalización auténtica. Una idea nueva de comunidad, una relación entre los hombres que sea vista como origen y fin de la existencia, y no como un instrumento del que el individuo dispone para sus fines, en suma, todo eso que he recogido en la expresión “libertad de invención”, se cumplirá sólo cuando devenga una experiencia global. La globalización de las tecnologías, en virtud de la contribución que la técnica pueda hacer para descubrir que no hay un fin trascendente que dé sentido a la vida y a la comunidad, puede convertirse en un vehículo de la libertad de invención. Es por lo tanto inevitable oponerse a las injusticias producidas por el mercado y al dominio de las tecnologías occidentales, sin olvidar la fundamental “ambivalencia” de la técnica que he apenas recordado. En esta ambivalencia está la raíz de una libertad que se auténtica y por tanto “global”.
El espectro de un conflicto de civilizaciones que oponga Occidente e Islam es rechazado por todos pero sigue persistiendo, mientras se teme la extensión del conflicto antiterrorista a otras regiones del planeta donde prevalece la fe musulmana. Puede hacer algo el pensamiento occidental para exorcizar este espectro?

No sé si el pensamiento occiden­tal puede evitar el conflicto. Retengo sin embargo que hay un deber esencial al pensamiento, el de considerar que el Islam es la tercera parte del monoteísmo, junto al hebraísmo, y tiene un papel histórico muy importante en el desarrollo de Occidente. No creo por eso que se trate de un conflicto de civilizaciones sino de una guerra civil, de un conflicto interno a la fe, a Occidente y al Islam. Si Occidente representa la técnica, el abandono de lo divino, del sentido religioso, representado en cambio por la tensión que une a los musulmanes, en eso debemos entender que Occidente e Islam están unidos en un común destino que de occidental ha devenido mundial, y deben “tenerse juntos” para sobrevivir: el Islam no sobrevivirá sin abrir un espacio para el sentido. Un sentido no más dado desde lo alto, un sentido inventado, creado en la relación y el compromiso.
El problema más grave que parece pesar sobre el futuro de un diálogo entre cultura occi­dental e Islam parecería el de la relación entre religión y política. Es verdad que el Islam no puede existir sin hacer coincidir estas dos dimensiones?

Es una cuestión muy compleja. No es de hecho cierto que en la historia del Islam la ligazón entre religión y política haya sido constante y necesaria. En el mundo islámico se han constituido estados-nación, como por ejemplo Marruecos y Egipto, que han practicado una distinción importante entre religión y política, y que son estados extremadamente tolerantes en el plano religioso, mientras en otras áreas del Islam se ha producido una plena identificación entre religión y política. El cristianismo ha producido una teoría completa, elaborada a través de los siglos, del doble poder. El poder europeo del derecho divino, el poder del estado soberano, es un poder esencialmente no religioso. El mismo poder de Luis XIV, establecido de derecho divino, es en cierto modo un poder no religioso. Por lo tanto, la separación de religión y política es posible para todos, y es un gran logro de la cultura ilustrada, y como tal ha sido preservada. De otra parte, tal separación no puede ser mantenida más tiempo en los mismos términos, pues religión y política se encuentran un estadio de grandes transformaciones. Las dos están muy cansadas, envejecidas. Esto vale también para el Islam, aunque para el cristianismo es más visible. La religión no es más el elemento que estructura la vida del hombre moderno, y también la política ha perdido su gran poder de estructuración, de determinación del destino de los pueblos. Por lo tanto, toda consideración acerca de la separación o reunión de religión y política deberá suponer en el futuro términos totalmente diferentes. Se trata de hecho de repensar en profundidad lo que la religión y la política pueden significar. Es obviamente un trabajo enorme, que deberán afrontar los jóvenes.

(La città invisibile, 5/02 36) 

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